Relato contenido
en la obra A CIENCIA CIERTA. Expediente de registro
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A Gabi, y en memoria del niño al que un día le negaron el derecho a vivir
La entrada en aquella Unidad Clínica situada en los altos de un popular pueblo de Otserri ––País de Lobos––, fue tan precipitada, que no hubo posibilidad alguna de detenerse en la recepción para aportar los datos de la pobre mujer a la que se le habían presentado los dolores de parto en plena vía pública, cuando aún el tiempo de embarazo no estaba por cumplirse. Este inesperado suceso terminaría por dejar una huella tan profunda en mi vida, que nada ni nadie ha conseguido borra. Debo confesar, a viva voz, que la vivencia de esta experiencia cambió de tal manera mi forma de pensar y actuar, que ya nunca volví a ser la persona que un día fui. Aquel suceso, y los demás que vinieron a continuación, me condujeron a abandonar mi postura pasiva, aun cuando nunca aparqué a un lado mi aguerrida y habitual vida de hiriko gerrillaria borrokalaria ––combatiente urbano––; pues no me iba aquello de utzi fusila eta hartu lorea ––dejar el fusil y coger la flor––. Es cierto que luchaba por el mismo ideal que lucho hoy, y no por convicción, sino porque me llevaron ––y continúan llevándome–– a ello con igual rabia, aun cuando el respeto a la vida vino a marcar la diferencia de mis acciones desde mis comienzos en la kale-borroka ––lucha de calle––. Entiéndase esto bien para evitar malentendidos: Bitzeko eskubidea ––el derecho a la vida––; y es que siempre he luchado por su defensa, y más si la persona que se ve afectada no tiene como defender la suya; y aquí entra algo que me afecta terriblemente: El aborto.
Recuerdo
bien que, ya dentro de aquella Unidad Clínica que se destacaba entre todas por
su santo nombre, dos eran las salas de parto y dos las mujeres a atender. Una
llevaba en su alma el deseo maravilloso de ver culminado aquel proceso único
para la vida; la otra, sin embargo, quería interrumpir la vida que con toda
fuerza latía en su vientre. La primera, pobre y humilde; criada con grandes
sacrifico y escasa de recursos económicos para sacar adelante a la criatura que
tenía prisa por venir al mundo, era consciente de todos los reveses de la vida,
pero estaba llena de ilusión y dispuesta a lo que fuera para darle cabida al
fruto de su maternidad. La otra, algo más joven, hija de un hogar de gente
pudiente, no conocía de privaciones, angustias, y mucho menos de hambre y
necesidad, pues se sabía poseedora de buena vida y el disfrute desenfrenado de
la abundancia sin tener que detenerse jamás a valorar las consecuencias del derroche,
porque en el fondo carecía de todo sentimiento de amor en su corazón a la hora
de dar cobijo en su seno a quien no quería desde el momento mismo en el que recibió
la noticia de su embarazo, por considerar, de manera egoísta, que le impediría disfrutar de los placeres del
mundo tal y como concebía la vida.
Si
dos fueron las mujeres embarazadas, cuatro fueron los profesionales que las
atendieron en ambas salas clínicas. Cuatro para la que amaba la vida de aquella
inocente criatura humana que venía al mundo, y cuatro para aquella otra que, llevándola
en su vientre, quería privarle de la oportunidad de conocer el mundo cuando
llegara el tiempo de su alumbramiento...
Cuando
las manecillas del reloj de cada sala de espera se juntaron para dar anuncio de
las doce campanadas, junto en el instante crucial en el que la jornada diaria
se partía en dos mitades iguales entre sí, aunque distintas en su proclama, se
pudo oír el llanto de una criatura ––hembra ella––, dando con ello aviso de su
entrada a un mundo por conocer. Su cuerpecito menudo, delgado y de moreno
color, había dejado atrás el acogedor vientre de su madre, para continuar,
fuera de él, su lucha por vivir; y hago hincapié en su lucha, porque estando ya
marcada, sin ser ese su deseo ni su su pretendido, llegaba al mundo mostrando
la indeleble huella de una enfermedad neurodegenerativa que, a lo largo y ancho
de su existencia, jamás conseguiría robarle la esperanza, la ilusión y la
alegría de vivir. En la composición de su genética estaba el divino gen del
entusiasmo que le llevaría a sortear dificultades. La primera bocana de aire a respirar, y su
afinado llanto, dieron testimonio de su valentía; bien valía la pena respirar con
la sola gracia de saberse invitada a servirse del aire de las horas y los días
que alimenta gradualmente toda vida. Mientras esto sucedía, en la otra sala de
parto, luchando por salvar la vida a pesar de su incompleta estancia en el
vientre de su madre, se batía a duelo con la muerte, sin aún haber nacido, un varón
ya formado. Lloraba, se agitaba y emitía quejidos; buscaba resguardo y protección,
pero sin alcanzar a conseguirlo...
Un
deseo egoísta marcaba la diferencia, convirtiendo la escena en un canto de
muerte anunciada. La primera criatura lloraba al hacerse presente en el mundo
de nuestros días, ese mismo que tú y yo alcanzamos a conocer cuando recién llegamos
a él; sin embargo, la segunda lloraba y se quejaba, porque una egoísta mujer ––su
propia madre–– le negaba el derecho a nacer, mientras otras cuatro personas, en
el mal ejercicio de su profesión, intentaban, con su criminal praxis,
complacerla en tan canalla y deliberada decisión. ¿Dónde estaban los
sentimientos humanos en aquel momento? ¿Dónde la solidaridad del mundo entero? ¿Dónde
los defensores del derecho a la vida? ¿Dónde aquellos que decían defender los
derechos de los niños? Pero nadie se adelantó a responder...
El llanto de aquella criatura, herida de muerte, se convirtió en canto de protesta. Su voz, porque la tenía y era propia, se hizo eco y penetró con fuerzas esas barreras absurdas tras las que el hombre, en su afán desmedido por conseguir sus verdaderos propósitos, se ve empujado a hacer uso del don de la libertad en procura de su defensa, y más cuando el derecho a vida se ve violentado, haciendo buen uso de una palabra que sólo consigue ser escuchada por aquellos que tienen oído para las causas más nobles, a la hora de reclamar su derecho a nacer y vivir:
––Tengo frío. Mi universo, el que hasta ahora conocía, está dejando de ser una estancia de sentido pleno, para pasar a convertirse en el lugar de mi ejecución.
El
dolor comienza a corroer mi cuerpo y mis entrañas. Navego por un caudaloso y
turbulento río de sangre.
La
tristeza me invade; yo también a ella; juntos nos sentimos juntos y a la vez
eternamente solos, terriblemente solos.
Es
en este transcendental momento, cuando comienzo a comprender que el tiempo es
inmenso, pero al mismo pequeño, muy pequeño; casi sin dimensión alguna, sin
tamaño, sin existencia. Ante esta realidad que todo me niega, comienzo a sufrir
la cruel tortura de vivir mi propia agonía.
El
cadáver de mi fe, si en algún momento la tuve, yace inerte sobre el suspiro último
de la soledad que me cobija. Casi no respiro...
La
mano decidida de la muerte va tallando, sobre los pliegues de mi diminuta espalda,
la desmejorada imagen de un destino absurdo.
Por
vez primera, siento algo que nunca había experimentado en mi hábitat humano: el
miedo.
Cambia
el entorno, se modifica el paisaje, y en un firmamento sin estrellas ni luna da
comienzo la fiera danza del llanto y el fúnebre canto del quejido; y, entre una
cosa y la otra, se hace escuchar el frágil latir de la naturaleza: La vida.
Poesía dulce, tierna, maravillosa, que hoy se convierte, ante la pobreza de mis
ojos, en un paisaje de retoques gélidos y delirantes donde la muerte apura su
llegada...
Quiero
gritar, pero, no lo consigo. La fuerza me falta, la debilidad me ha hecho suyo.
No tengo como escapar de esta terrible hora.
Las
absurdas ideas de una sociedad que se ampara en unas leyes que por sí mismas se
contradicen, junto a los deseos del único ser al que después de Dios he amado
con todo mi corazón, y al cual esperaba conocer con ansias para llamarlo con el
hermoso nombre de “mamá”, y paradójicamente las manos de un pequeño grupo de
seres humanos formado por hombres y mujeres que en su día juraron luchar por la
vida, han asesinado, con su criminal comportamiento, no solamente mis muchas
ilusiones, sino también, con ellas, ese irrenunciable derecho que Dios le ha
dado a todo ser humano: El de habitar sobre la faz de la Tierra y verla
convertida en hogar de amor.
No
puedo continuar, pero lucho por mantener el eco de mi voz para que esta llegue
a los rincones de vuestras conciencias.
La
oscuridad me absorbe. La muerte me llama, me tiende sus brazos. No vacilo, voy
hacia ella. Estoy consciente de ello; ahora sé que jamás conoceré la luz del
sol, el azul del cielo, las caricias del viento, la inmensidad del mar,
la belleza de la flor, la riqueza de la
tierra, la voz cariñosa de un padre, la ternura infinita de una madre, la
alegría sublime de unos hermanos, y tampoco los gestos y actos de todos los
seres humanos.
Pero, a pesar de este dolor tan mío, no podré tampoco ignorar que ese
mundo que hoy me da la espalda seguirá girando en el mismo sentido de siempre mientras
la vida de tantas personas continuará su cauce en procura de un no sé qué y en
busca de un no sé cuánto, a la vez que, entre las blancas paredes de una acondicionada
sala de parto, un grupúsculo de seres viles seguirá asesinando a los inocentes
de la tierra haciendo uso de un arma que ellos y sus leyes han inventado para
tal propósito: el
aborto.
Ha
transcurrido casi medo siglo desde aquel entonces, y en la criatura primera,
aún, con las secuelas de su enfermedad, contemplo la vida tal cual como Dios se
la diera un día. Nunca en sus labios ha dejado de estar esa palabra amiga que
sirve para acompañar a otros en los momentos difíciles, nunca sus ojos se han
cansado de mirar al horizonte, nunca su voz se ha quebrado cuando ha tenido que
dar testimonio de querer seguir hacia delante; pienso que este ha sido el mejor
premio que Dios me ha dado. De la segunda criatura, a la que no pude llegar a
conocer porque unas manos lo impidieron, a la vez que igualmente me negaron esa
posibilidad. De ella mantengo viva su voz en mi conciencia. Doy fe de que no
solamente se quedó sin conocer todas esas cosas que el mundo pone a la
disposición de los seres humanos en el transcurrir de sus días, sino es que
tampoco pudo conocer la acogida de la Madre Tierra al término de la vida. Su
tierno y frágil cuerpecito, destrozado, mutilado ––cortado en trocitos––, fue a
dar, junto con tantas cosas, a un contenedor de basura. Y, si a esto lo llaman absurdamente
“derecho a decidir”, yo lo llamo asesinato. Y si por ello se me va a
condenar, vengan a por mí que yo les estaré esperando allí donde me encuentre,
pero nunca esperen mi perdón ni mi rendición, sino mi repulsa, y tal vez algo
más... Llevo cerca de cincuenta años llorando la muerte de aquella criatura a
la que se le negó toda posibilidad de conocer la luz del sol y las bondades de
la vida.
Gaizka Gorri
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